Puesta en común
Mística barrial y charla desde una habitación repleta de libros, una computadora vieja y un termo recién cargado. Ariel me estaba esperando. Muy rápidamente comienza a contarme historias de él, de sus libros y de sus escritores favoritos. Es difícil saber cuándo corta un tema y comienza otro. La charla parece fundir los temas y todas las cosas son parte de un mismo relato. Cada tanto me ceba un mate. Fue ese mismo día, en la biblioteca del Instituto de Literatura Argentina, cuando Bermani me acercó varios de sus libros, entre ellos uno que quisiera destacar: Veneno.
El autor hace hablar a sus personajes desde lugares conocidos por quien habita las plazas, las calles de tierra y los empedrados ancestrales de la zona sur del Gran Buenos Aires. Aquellos que rememoran los campos que siempre fueron campos, que hoy en día permanecen lejos de las grandes urbes. También habla de los amores que resultan mal o nunca trascendieron. De aquellos que abandonaron su hogar y tal vez en algún momento decidieron volver a casa de algún amigo a pedir ayuda, una tregua, una cerveza y un consejo.
Veneno es, en parte, una mezcla de todo eso. Pero más tosco. La imagen pareciera ser la de aquel que, anclado a un evento pasado que habría podido cambiar su vida para siempre, nunca nada le es suficiente. Hace las cosas con intensidad, pero se aburre. La vida le pasa por al lado, y a veces hace algo. Pero los demás no entienden del todo por qué es que lo hace.
Fue un día en verdad muy frío cuando terminé de leer Veneno. Y fue la actitud del personaje lo que me hizo empatizar instantáneamente. Veneno es de esos protagonistas de los que al principio queremos distanciarnos, pero nos damos cuenta que es prácticamente imposible. Queremos saber qué pasó con él luego de una mañana en la que se encontró solo, tirado en un galpón viejo, golpeado por quién sabe quién, con gusto a pucho de la noche anterior, y anterior, y así.
El barrio que transitamos
Cuando uno lee Veneno, es inevitable pensar cuáles son los escenarios que se presentan a lo largo del libro. Pienso en los colores del sol pasando por un envase de cerveza gastado, el patio de una casa que ya no existe. El fondo de otra casa que está exactamente igual. Las calles del barrio durante un fin de semana desolado y el ruido de un tren cada tanto. Detrás de todo eso: el silencio. La imperante necesidad de tener que acompañar a Veneno, adonde sea que vaya. Aunque jamás sea un “buen lugar”.
Al leer a Bermani, se puede denotar el lugar que le ha sido otorgado al barrio como centro tonal de la melodía narrativa. Hay algo en el barrio que transitamos, en la época que transcurre, que nos marcará permanentemente. Una especie de nostalgia. Es querer volver siempre a un lugar que yace maquillado por la mirada de quien lo habita. Y esta mirada, aledaña, distante, como detenida en el tiempo, pareciera ser una especie de refugio para todos o casi todos los personajes del autor.
No me refiero únicamente al lugar geográfico sino también al círculo en el que se mueven los personajes, cuando permanecen casi inmóviles en el relato, sin grandes pretensiones, pero con fijaciones que guiarán la intencionalidad del sujeto. Como ejemplo, dejo un par de fragmentos acerca de Quique, mejor conocido como Veneno:
“Luego de su paso breve por la Acción Católica se hizo montonero, justo en los años en que ya los montoneros habían sido aniquilados por el ejército. Después se hizo radical, pero lo echaron del partido por repartir volantes de confección propia donde elogiaba al Che Guevara. Estuvo un tiempo en el partido comunista y no lo echaron, se fue solo, decepcionado porque tampoco a ellos les interesaba la figura del Che. Estaban inmersos todavía en discusiones anteriores: los juicios de Moscú, Stalin, el traidor de Trotsky.
Empezó a escribir poesía de tanto leer a Neruda. (…)
Veneno no tuvo suerte con los trabajos. Compraba el diario, revisaba los clasificados, viajaba al centro para hacer largas colas y nunca conseguía un puesto a la altura de sus pretensiones”.
Por Julián Forneiro
Puesta en común
Mística barrial y charla desde una habitación repleta de libros, una computadora vieja y un termo recién cargado. Ariel me estaba esperando. Muy rápidamente comienza a contarme historias de él, de sus libros y de sus escritores favoritos. Es difícil saber cuándo corta un tema y comienza otro. La charla parece fundir los temas y todas las cosas son parte de un mismo relato. Cada tanto me ceba un mate. Fue ese mismo día, en la biblioteca del Instituto de Literatura Argentina, cuando Bermani me acercó varios de sus libros, entre ellos uno que quisiera destacar: Veneno.
El autor hace hablar a sus personajes desde lugares conocidos por quien habita las plazas, las calles de tierra y los empedrados ancestrales de la zona sur del Gran Buenos Aires. Aquellos que rememoran los campos que siempre fueron campos, que hoy en día permanecen lejos de las grandes urbes. También habla de los amores que resultan mal o nunca trascendieron. De aquellos que abandonaron su hogar y tal vez en algún momento decidieron volver a casa de algún amigo a pedir ayuda, una tregua, una cerveza y un consejo.
Veneno es, en parte, una mezcla de todo eso. Pero más tosco. La imagen pareciera ser la de aquel que, anclado a un evento pasado que habría podido cambiar su vida para siempre, nunca nada le es suficiente. Hace las cosas con intensidad, pero se aburre. La vida le pasa por al lado, y a veces hace algo. Pero los demás no entienden del todo por qué es que lo hace.
Fue un día en verdad muy frío cuando terminé de leer Veneno. Y fue la actitud del personaje lo que me hizo empatizar instantáneamente. Veneno es de esos protagonistas de los que al principio queremos distanciarnos, pero nos damos cuenta que es prácticamente imposible. Queremos saber qué pasó con él luego de una mañana en la que se encontró solo, tirado en un galpón viejo, golpeado por quién sabe quién, con gusto a pucho de la noche anterior, y anterior, y así.
El barrio que transitamos
Cuando uno lee Veneno, es inevitable pensar cuáles son los escenarios que se presentan a lo largo del libro. Pienso en los colores del sol pasando por un envase de cerveza gastado, el patio de una casa que ya no existe. El fondo de otra casa que está exactamente igual. Las calles del barrio durante un fin de semana desolado y el ruido de un tren cada tanto. Detrás de todo eso: el silencio. La imperante necesidad de tener que acompañar a Veneno, adonde sea que vaya. Aunque jamás sea un “buen lugar”.
Al leer a Bermani, se puede denotar el lugar que le ha sido otorgado al barrio como centro tonal de la melodía narrativa. Hay algo en el barrio que transitamos, en la época que transcurre, que nos marcará permanentemente. Una especie de nostalgia. Es querer volver siempre a un lugar que yace maquillado por la mirada de quien lo habita. Y esta mirada, aledaña, distante, como detenida en el tiempo, pareciera ser una especie de refugio para todos o casi todos los personajes del autor.
No me refiero únicamente al lugar geográfico sino también al círculo en el que se mueven los personajes, cuando permanecen casi inmóviles en el relato, sin grandes pretensiones, pero con fijaciones que guiarán la intencionalidad del sujeto. Como ejemplo, dejo un par de fragmentos acerca de Quique, mejor conocido como Veneno:
“Luego de su paso breve por la Acción Católica se hizo montonero, justo en los años en que ya los montoneros habían sido aniquilados por el ejército. Después se hizo radical, pero lo echaron del partido por repartir volantes de confección propia donde elogiaba al Che Guevara. Estuvo un tiempo en el partido comunista y no lo echaron, se fue solo, decepcionado porque tampoco a ellos les interesaba la figura del Che. Estaban inmersos todavía en discusiones anteriores: los juicios de Moscú, Stalin, el traidor de Trotsky.
Empezó a escribir poesía de tanto leer a Neruda. (…)
Veneno no tuvo suerte con los trabajos. Compraba el diario, revisaba los clasificados, viajaba al centro para hacer largas colas y nunca conseguía un puesto a la altura de sus pretensiones”.
Por Julián Forneiro